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Dos poemas de Fay Zwicky



PERDER LA PISTA

Jerusalén en enero.
Una mañana de invierno y mi primera vez.
Aire rosado, pinos oscuros, piedra sobre piedra.

El conductor fuma en silencio: contemplo
la espiral ascendente de su aliento mientras la furgoneta
toma curvas pronunciadas, las colinas de pinos suaves
que se alzan hacia una luz intemporal:
clara y fría maravilla de un día en Sión.
¡Sión! Sólo pronunciarlo establece una distancia tranquila

con respecto al yo, un espacio vacío y redondeado.
El ojo anhela historia, la luz crece
por valles, cúpulas apocalípticas,

aspirando armonías borrosas entre lo viejo y lo nuevo.
Demasiado cansada como para pensar, observo y olvido,
me pregunto cuánto puede soportar la memoria humana

una ausencia atrapada en una geografía extraña.
El anhelo de devolver los muertos a la vida se apaga
al caer la noche, resurge con la luz primera del día. 

Voy perdiendo la pista de tu rostro dormido, no sé
dónde estarás, no puedo detener la inundación clamorosa
de los otros muertos que a su vez intentan volver.

En el sueño de la otra noche forcejeaba en una camioneta de comida
comprando algo para ti en Amsterdam, creo. Completos extraños
en todas partes; el habitual vínculo sin idioma, sin saber

dónde llevarlo, dónde estabas tú. Otros empujaban y
rogaban pero me mantuve firme. Para él, les dije.
Es para él. Él lo necesita más. Nosotros lo necesitamos más,

gritaron, sonriendo sin labios con órbitas hambrientas.
En algún lugar ahí afuera hay una tierra, olvidada, prometida. 
No, ni prometida ni olvidada sino suspendida

como una voz medio recordada en inquietante quietud
entre el sueño y la vigilia. Este es el lugar, este es
el país roto, los despedazados valles de Sión,

el lugar que tiene que ser, aun siempre a sabiendas
de que no lo es. Mi cuerpo no sabe a dónde
pertenece, ignorante de dónde estás.

Mis recuerdos son refugiados que abandonaron patrias amadas
sin regreso posible, épocas nunca cumplidas, revólveres enfundados
listos, vigilantes, que imaginan la aniquilación.

Dejémoslo en una nueva confrontación con el pasado
en un ambiente distinto —ni sagrado ni profano, sólo diferente.
Podríamos decir que algo así como acercarse a Dios, sin Dios.


LOS JÓVENES

Convertidos en fantasmas en todas las guerras de sus patrias
aparecen, los jóvenes de mis sueños
con cráneos destrozados y los intestinos arrastrándose
por la arena, el fango, todo eso que la televisión
no muestra salvo que sea África. O cualquier otro lugar
donde el color no cuente; la democracia es una palabra
que acarrean como un talismán, un pasaporte
a las velas encendidas, a las campanas de santidad.

Restablecidos para caminar vivos por el interior de la casa,
cubiertos con una sábana, sueños caídos como ceniza en un canto de pájaro,
el sol filtrándose entre los listones de la persiana, me reprenden.
Mis fantasmas siguen hablando: “Pensabas que lo sabías
todo. Esta noche quizás tu libro y tu vela,
la luz nocturna que arde infantil, los zapatos metidos
bajo la cama ordenaditos mojarán tus pestañas cerradas
con cenizas, las cerrarán de una vez. Nuestros sueños eran tuyos.

Dormirás a gusto junto a nosotros
para no despertar nunca más. Luces nocturnas,
libros y velas perdieron la guerra contra nuestra
infancia, desarrollando, hace mucho, su poder
para desvelar que la oscuridad eterna es un mito:
el silencio es lo que dura siempre. Escucha, mientras puedas,
los retoños jóvenes que en algún lugar caen”.
Jóvenes, queridos jóvenes, os estoy escuchando.



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