Un retrato del sitio de Leningrado mediante pintura de género, naturaleza muerta y paisaje
(Un poema de Elena Shvarts)
1, Relato de un testigo (Género)
Pasado el mercado Andreevsky
un hombre camina del lado de dentro del Sitio.
De repente, le asalta una visión increible:
¡Un olor a sopa, una aparición en forma de sopa!
Dos fornidas mujeronas
vierten la sopa en platos.
La gente se la toma encogida sobre sí misma,
escudriñando en sus pupilas reflejadas en el líquido.
De pronto la policía
les quita de un golpe los platos de las manos,
dispara al aire:
¡Están ustedes comiendo carne humana!
¡Carne humana!
Los rollizos brazos de las mujeronas se recogen
y se dirigen a la cuadrilla que dispara,
caminan y aúllan silenciosamente
y las garras de sus ojos lobeznos
arañan el aire.
El transeúnte llega tarde para la sopa.
Un pájaro picotea sus pies desde el suelo—está peor aún.
Y él marcha, caminando sobre los muertos
o rodeándolos, como charcos.
2, Naturaleza muerta
La basura del crepúsculo lame la ventana.
Un joven se encorva sobre ella impaciente,
mirando fijamente una cacerola…
Dentro de la cacerola, un gato balbucea.
Cuando llegas a su altura, lo llama «conejo».
Come, ríe salvajemente.
No tarda en morir. Con calma, en el aire
trazas con carboncillo una naturaleza (¡y tanto!) muerta.
Una vela, un poco de cola de carpintero,
una ración de pan, un puñado de lentejas.
¡Rembrandt! Así querría uno vivir y orar.
Incluso congelado. Incluso en los huesos.
3, Paisaje mixto. Escaleras, patio, iglesia
(papel, carbón, sangre de cuervo)
Ya ni hermano ni padre
arrastran una sombra
con los rifles apoyados contra el coxis.
Una bombilla desnuda cuelga de forma parecida,
una corriente la azota desde el sótano.
Tras esta pintura de un azul apagado hay amarillo,
tras el amarillo, verde,
no raspes hasta llegar al fondo, no es necesario,
no hay más que yeso y vapores del infierno.
Aquí, cómetela, una patata de color rosa.
¡No tienes nada más, Sitio, que mi hueso!
¿Qué has comido? Dime:
escarcha azul de las rocas,
gusanos, un hocico de caballo,
una cola de gato.
De toneles de manos humanas y mechones de pelo
te has alimentado. De golondrinas, de estrellas y humo,
de árboles, como un pájaro carpintero,
de acero, de herrumbre.
Y en el patio cortan la garganta de un hombre sin cuchillo,
con una sencillez privada de toda ceremonia.
Una voz surge de la herida humeante.
Canta de una semilla de mostaza y de una miga de pan,
del alma de la sangre.
Bajo la débil aurora boreal
el cielo camina sobre tumores.
El Sitio se alimenta
del alma, como el lobo come su pata atrapada en el cepo,
como el pez come el gusano,
como la sabiduría insaciable come palabras…
Devuélvenos a cuantos se llevaron lejos
en el cuerpo del camión fofo,
tintineando, como leña congelada.
Viernes Santo. Vacía, hambrienta iglesia.
En la voz deshidratada del diácono, vivo por poco,
resuenan sombras llevadas en sus mortajas.
El sacerdote gira la cabeza:
“Oh, ahora he visto, he comprendido—
Te levantaste de entre los moribundos
y no hay salida, la ruina nos espera a todos”.
Mi sangre se convierte en vino helado,
el uróboros se muerde la cola.
Los dientes se esparcen por el cielo
ocupando el lugar de las crueles estrellas.
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