Mañana clara
(Algunos poemas de Cecília Meireles)
MAÑANA CLARA
Casas blancas
Nube blanca
Palomas blancas
Jazmines
Tomo en las manos la primera hoja de papel
¿Qué escribir con tanta claridad?
LINEA RECTA
No intentéis detener al pájaro que vuela en línea recta
de este a oeste. Alto y solo.
No le preguntéis si avista ciudades, mares, gentes
o si no hay más que un liso desierto. Vasto y solo.
Él no pasa para contemplar las cosas del mundo.
Él va de este a oeste. Alto y solo.
Él va con su música dentro de los ojos cerrados.
Cuando llegue a su destino, abrirá los ojos y cantará su canción.
Vasta y sola.
CASA ANTIGUA
Forraré tu casa tan antigua
con un papel que imite las paredes de ladrillo.
Quedará tan hermosa como si estuviéramos en Holanda.
Forraré tu casa así, por dentro.
De modo que, lejos de todas las miradas,
será como si estuviéramos al aire libre, en el jardín.
Y dejaré una pared rota –no una puerta, ni una ventana:
una pared rota, por donde pase una rama de guayabo,
cargada de flores y de avispas.
Parecerá que estamos soñando,
y en verdad soñando estaremos,
y parecerá que estamos viviendo.
¿Y qué es la vida sino un sueño imposible?
MAñANA DE LLUVIA EN LA INFANCIA
A lo largo del muro las campanillas se escurren,
gelatinosas,
todavía coloridas,
todavía olorosas
y ya muertas.
Yo soy la niña que va a la escuela
con su abrigo rojo
y sus libros forrados en papel azul.
La lluvia continúa golpeando las flores,
avivando el color de los muros,
borboteando en los canalones,
corriendo hacia las negras alcantarillas.
Yo soy la niña que va a la escuela
feliz, con el cabello mojado
y el rostro frío.
La lluvia es una alegría, con sus agujas de vidrio
que vuelan por todos lados.
La lluvia huele a jazmín y a vinca de Madagascar.
Yo soy la niña que de pronto se queda triste
porque a lo largo del muro las campanillas se escurren,
gelatinosas,
color de coral, color de marfil,
perfumadas todavía
y ya muertas.
CONSULTORIO
El enfermo quiso ayudar al diagnóstico.
Contó cosas antiguas,
íntimas,
minuciosas.
El médico sacudía la cabeza,
un poco distraido.
El enfermo siguió contando.
Puso una coma que faltaba.
Rescató de un rincón de la memoria
un detalle que había quedado en la sombra.
El médico sacudía la cabeza.
En su dedo resplandecía la esmeralda.
Del tamaño de un grano de maíz.
Luminosa como un domingo al aire libre.
El enfermo acabó su narración.
La confesión.
Era un enfermo bienintencionado.
Un hombre de conciencia.
El médico se levantó y dijo:
“Muy bien. Ahora este aparato dirá la verdad”.
Y comenzó a anotar las señales que la máquina dictaba.
La máquina sabía más que el enfermo.
La máquina sabía más que el médico.
La máquina sabía más que la vida.
La máquina sabía más que Dios.
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