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El sentido del crecimiento

El sentido del crecimiento



(Algunos poemas de Gemma Gorga)



EL SENTIDO DEL CRECIMIENTO
Flores
y sombreros
y uñas
y puertas
crecen hacia afuera.
Si alguna vez crecen hacia adentro
es perforando
el túnel terroso
del dolor.
Un dolor que conocen
cuevas
y raíces
y orejas
y mujeres,
que han aprendido a crecer
hacia adentro.

CLAUSURA
Estoy encerrada en la cuna, no sé
cuántos años tengo. Estoy encerrada en este
despacho, no sé qué hora es. Encerrada
en un somnífero, ya sin preguntas.
Encerrada en un nombre propio -¿quién me invoca,
quién me convoca?-. Encerrada en un planeta
invisible a la lente del telescopio.
Encerrada en un árbol genealógico,
las raíces podridas por un exceso de agua
en los ojos. Encerrada en las cuarenta y cinco
velas del pastel. Encerrada en un saco,
el oxígeno siempre insuficiente,
escaso como las respuestas con sentido.
Encerrada en una caja de zapatos
-de cuando en cuando, una mano piadosa
deja caer cuatro hojas de morera
para hacerme feliz-. Encerrada en mi propio
encierro, en las piedras con las que levanto
la sombra del muro, en la boca y la saliva
que no doy, en esta voz que rueda
paladar adentro, menguando sin prisa,
concentrada, concéntrica, constante.
Como un universo en regresión.

ESCONDITE
No sé cuánto tiempo llevo escondida
en el ojo ciego de la escalera. Se han cubierto
las horas de una telilla irisada y triste
como el plato de cocido que me esperaba
en la mesa. La abuela ha dejado de llamarme
y todos comienzan a cenar sin mí.
Algunas noches, las cucharas se detienen
un instante en el aire, como si hubieran
perdido un recuerdo que les fuera necesario,
pero enseguida recobran el movimiento
y solícitas esparcen
calidez y olvido
a partes iguales.
Como un cetáceo cansado de vivir
también la escalera cerrará un día
su inmenso ojo azulado
y ya no estaré a tiempo
de entrar en el comedor
riendo
y gritando
que no era más que un juego.

POÉTICA DEL FRAGMENTO
Al volver del mercado
hay que limpiar los boquerones,
o sea arrancarles la cabeza y las tripas,
retirar los hilillos todavía pegajosos
de vida, la espina central
que se desprende con un leve murmullo
de cremallera nueva, después lavarlos,
purificarlos bajo el agua del grifo
(también la muerte requiere su bautismo),
asegurarse de que no queda ningún ojo
emboscado en la ceguera húmeda de los dedos,
finalmente sumergirlos en vinagre,
esperar que la carne se emblanquezca
curtiéndose en ácido, hacia adentro.
Hace ya horas que yacen bajo la luz
planetaria de la pimienta y el aceite.
Y el olor que no quiere irse,
como si escondiera pequeñas bolsas
de memoria fósil entre los pliegues
que forman aire y materia.
Segura de que nadie me ve
me huelo el dorso de las manos
-queda siempre un vestigio
de mar en el vientre de los peces-
y sé que son las tuyas.

TEMPERATURAS
Medio refunfuñando lo decía siempre la abuela:
en la cocina no puedes distraerte.
La leche se derramará cuando estés de espaldas
trajinando distraída cualquier otra cosa,
subirá la memoria al rescoldo de los fogones
y la espuma
inundará la plazoleta de los tilos
donde en verano las niñas jugábamos a la rayuela
y caíamos en casillas clandestinas
de chocolate caliente y cosquillas.
Con la tristeza de los ojos
también los gestos se heredan:
exhalo con suavidad,
levanto el pote del quemador
y espero que la espuma
exhale,
calle,
caiga nuevamente
en la amnesia cerrada del blanco.

EMBRIÓN
Toda la mañana deshuesando albaricoques
para hacer mermelada. Toda la mañana
abriéndolos para extraerles el óvulo
inflado y tibio que les crece pulpa
adentro: desbandada de albaricoques
mudos y destripados sobre la encimera aséptica
de la cocina. Como si fuese la enfermera
en jefe, la abuela lleva a ebullición el perol
con dos dedos de agua azucarada.
La niña entra corriendo y se lleva
lo que nadie quiere. Bajo la advocación
blanca de la murta, frota la madera
del hueso contra los grumos lascivos
del muro. Y se escucha un silbido lánguido
subir del fondo del embrión nonato,
subir tarde arriba, sangre arriba,
duda arriba -años por venir,
años por desvenir.

QUIÉN ERA
Tenía un crucifijo en la cabecera de la cama,
y no era creyente. Una maleta destartalada
en un rincón de la alcoba, y nunca cruzó
una frontera. El bolsillo del delantal
lleno de caramelos, y no era golosa.
Un pintalabios a juego con el tono lavanda
de su piel y dos blusas de cachemira,
pero jamás abandonó la órbita
inclinada y lentísima del luto.
Todas estas cosas tenía.
Quién era. Si supiera buscarla
en lo que no tenía.

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