Arcadia
(Algunos poemas de Rose McLarney)
Arcadia
Quise dejar atras
cuanto pudiera hacerme arder
para evadirme de la urgencia
del cambio, para acallarme a mí misma
en el campo. Vivo apartada
en la quietud y paso las tardes
en búsquedas silenciosas, estudiando
historia. Lo que he aprendido
es que la casa que elegí
por su descuidada madera crujiente
se construyó después de que una mujer
prendiera fuego a su primera casa,
desesperada por tener algo
nuevo. Es a la casa de su
deseo, a sus azaleas en llamas
alrededor, creciendo cada vez más cerca,
adonde he venido a simplificar
mis deseos. Vadeo el arroyo,
recojo del agua fragmentos
de porcelana con los bordes chamuscados.
Conservadores
Nosotros otorgamos a los artefactos galería, cristal, candados,
los manejamos con guantes de algodón blancos
para preservarlos del cambio. Aunque ya estén
corroídos, decoloridos, algo rotos,
pensamos que nuestro tiempo aún puede detenerse.
Es lo que mejor hacemos, formular un gran deseo,
apaciguar reliquias: los vientos que soportas
son de un tiempo anterior al nuestro. El daño
hecho es un daño del pasado.
Sólo en los museos profesamos ahora
tal devoción profunda, oteando las cabezas
de la multitud que se inclina ante el objeto de su reverencia.
El hombre histórico merece nuestros corazones;
su comportamiento ha sido determinado.
(Sabemos que en el período silvícola
había arte, ceremonias, cultivos).
No nos defraudará. ¿Y nosotros?
De la forma de una flecha deducimos
qué cazaba. De un hacha de cobre exótico,
con quién comerciaba. Si los conservadores
estudian algún día las esquirlas de nuestros tarros
encontrarán, más que roturas, caricias
modelando nuestros cuerpos en barro.
Homenaje
Una vez Jerónimo Matute montó su caballo
hasta el bar, pidió una bebida y se la tragó
sin apearse. Muchas tardes
su caballo entraba en casa mientras mi madre
servía la cena y él gritaba: ¡Mejor a tiempo que invitado!
Casi cada mañana, al amanecer
galopaba hacia el mar, enlucía con arena
el vello gris de su pecho, se arrancaba el parche de su ojo
blanco y ciego y gritaba con todas sus fuerzas. Hoy
ha muerto. Pero ¿no es cierto que en el continente
donde una vez le conocí tal color se oscurece
bajo una colocasia, sorbe caña de azúcar, golpea
fichas de dominó sobre un barril de aceite resonante?
El juego sigue, el ron en la habitación trasera,
esa vida—
la de los hurras de Matute o los monos aulladores
que me despertaban de mi sueño infantil. Es su
pérdida, su simpatía por el otro. Eso es lo que lloro,
al despertarme con sólo café negro, toda esta mañana silenciosa.
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